El 15 de diciembre de 2022, en las afueras de la ciudad de Ayacucho, efectivos del ejército nacional del Perú dispararon contra civiles mientras helicópteros sobrevolaban la zona. Este ataque fue la respuesta a una huelga y movilización nacional en protesta por el golpe de Estado del 7 de diciembre, que depuso al presidente Pedro Castillo.
El día del ataque, cientos de estudiantes universitarios, comerciantes, vendedores ambulantes, trabajadores agrícolas y activistas se habían concentrado en el centro de Ayacucho para luego marchar hacia el aeropuerto, para mostrar su descontento por la destitución de Castillo. Acciones similares se sucedieron en varias otras ciudades de la región andina del sur del país.
A medida que los manifestantes se acercaban al aeropuerto, miembros de las fuerzas armadas abrieron fuego y dispararon bombas de gas lacrimógeno directamente contra ellos. Los disparos desde los helicópteros resultaron ser los más letales. Mientras cientos de personas desarmadas corrían para salvar sus vidas, los disparos continuaban.
La consecuencia de esta acción del ejército fueron diez personas muertas y 72 heridas, según cifras oficiales facilitadas por la oficina del defensor del pueblo. Para la fecha de este artículo, al menos seis personas siguen luchando por su vida en hospitales de Ayacucho y Lima, la capital de Perú. Las autopsias de las personas asesinadas en Ayacucho demuestran que seis de las víctimas murieron por heridas de bala en el pecho. El más joven tenía sólo 15 años.
El 27 de diciembre, Reuters relató la muerte de una de estas víctimas: Edgar Prado, de 51 años, recibió un disparo cuando intentaba ayudar a otra persona que había sido abatida durante las protestas.
La extrema violencia en la respuesta de las fuerzas de seguridad a las protestas antigolpistas en todo Perú fue ampliamente condenada. Una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) visitó el país entre el 20 y el 22 de diciembre para recoger los testimonios de las víctimas y de organizaciones locales de DD. HH. sobre la violenta represión sufrida por los manifestantes. También habló con familiares de las viajó el 22 de diciembre.
Mientras la delegación recogía los testimonios, más de una docena de familiares, habitantes de Ayacucho, organizadores y un par de periodistas independientes – incluyéndome – esperábamos en la acera de una de las estrechas y coloridas calles de la ciudad. Al ritmo de gente que entraba y salía, se fueron relatando gran parte de los acontecimientos y tragedias del 15 de diciembre.
La masacre
“Esto no te lo van a mostrar en las noticias”, me dijo Carmen (quien nos pidió no usar su nombre real) mientras me mostraba en su teléfono un vídeo en el que un grupo de manifestantes arrastraba hacia un lugar seguro a un joven con la camisa ensangrentada. “Es su sobrino”, me dijo, señalando a una mujer sentada en el suelo.
Pedro Huamani, un hombre de 70 años miembro del Frente en Defensa del Pueblo de Ayacucho (FREDEPA), acompañaba a las víctimas que esperaban fuera de la reunión de la CIDH. “Hemos sufrido una pérdida terrible”, me dijo, “yo ese día estaba en una marcha pacífica hacia el aeropuerto”.
“Cuando empezaron a dispararnos bombas de gas lacrimógeno y balas, empecé a asfixiarme, casi me muero allí”, dijo Huamani. “Escapé y bajé hacia el cementerio, pero fue lo mismo, intentábamos entrar y empezaron a dispararnos por detrás. Sobrevolaban helicópteros y desde allí nos disparaban bombas de gas lacrimógeno, intentando matarnos”.
Carmen me presentó a algunos de sus amigos y uno de ellos,vestido con un traje deportivo gris, me dijo: “Todos vivimos cerca del aeropuerto y vimos cómo ocurría todo. Tendrías que haber visto cómo les disparaban como a animales. Intentamos ayudar a algunos heridos, pero fue difícil”.
La masacre de Ayacucho, así como la violenta represión en todo el país, no ha hecho sino intensificar la exigencia popular sobre la dimisión de Dina Boluarte. Boluarte tomó posesión de su cargo el 7 de diciembre, inmediatamente después del Golpe contra Castillo. En entrevistas y discursos públicos, ha justificado el uso de la fuerza por parte de la policía contra los manifestantes calificando las protestas como actos de “terrorismo” y “vandalismo”.
Temblando y conteniendo las lágrimas Huamani, me dijo: “Es una presidenta asesina y en Huamanga no la queremos, ni la reconocemos como presidenta, porque esta mujer ordenó a la policía y al ejército disparar contra nosotros los peruanos. Y esas balas, esas armas, realmente las compramos nosotros, no el ejército, ni los soldados, sino el pueblo. Y que ellos nos esten asesinando es realmente horrible”.
La rabia que sienten los habitantes de Ayacucho también está vinculada al debilitamiento histórico de la democracia peruana y a la exclusión económica que sufren las regiones situadas fuera de Lima. Huamani explicó: “Sacaron a nuestro presidente [Castillo], así que esto no es una democracia. No somos una democracia, estamos en [estado de] guerra, pero no sólo en Ayacucho y Huamanga, sino también en Arequipa, Apurímac, Cusco. En estas regiones, estamos sufriendo la pobreza, ya no podemos sobrevivir, nos estamos muriendo de hambre… y estos derechistas quieren hacernos sus esclavos, pero no lo permitiremos porque estamos respondiendo y resistiendo”.
Viejas heridas abiertas
El 15 de diciembre no fue la primera vez que las fuerzas armadas peruanas masacraron a civiles en Ayacucho. Muchos de los que estuvieron presentes el 15 de diciembre dijeron que el trato bélico que recibieron los manifestantes pacíficos recordaba a los días del conflicto armado interno de dos décadas que los peruanos sufrieron hace más de 20 años.
“Todavía nos tratan como si todos fuéramos terroristas”, señaló un familiar de una de las víctimas de las protestas.
Como parte de la campaña del Estado contra la insurgencia guerrillera, se torturó, detuvo, desapareció y asesinó a decenas de miles de campesinos e indígenas inocentes, acusándolos de apoyar o formar parte de la insurgencia.
La población de Ayacucho fue una de las más afectadas. Según los informes de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, creada para investigar las violaciones de los derechos humanos, de las 69.280 víctimas mortales estimadas del conflicto armado interno en Perú entre 1980 y 2000, 26.000 fueron asesinadas o desaparecieron a manos de agentes estatales o grupos insurgentes en Ayacucho. Miles de personas que huyeron de sus pueblos a la ciudad de Ayacucho durante el conflicto siguen buscando a sus seres queridos y exigiendo justicia.
Una de ellas es Paula Aguilar Yucra, a quien conocí a la salida de la reunión de la CIDH. Como más del 60% de los habitantes de Ayacucho, el quechua es su lengua materna. Esta mujer de 63 años es miembro de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP), con sede en Ayacucho. Huyó de su comunidad rural de Usmay a Ayacucho en 1984, después de que su madre fuera asesinada y su hermano secuestrado y desaparecido por los militares.
Casi 40 años después, vuelve a estar de luto. Su nieto, José Luis Aguilar Yucra, de 20 años, padre de un niño de dos años, fue asesinado el 15 de diciembre de un disparo en la cabeza cuando intentaba volver a casa después del trabajo.
En una vigilia celebrada en la tarde del 22 de diciembre, Paula, de pie junto a los demás miembros de ANFASEP, sostenía un cartel en el que se leía: “Luchar hoy no significa morir mañana”.
Zoe Alexandra es periodista y la co-editora de Peoples Dispatch.
Este artículo fue producido para Globetrotter.